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...porque eso fastidiaría la libertad de los demás.

Me ha venido a la cabeza la anécdota de cómo llegué a comprender la profundidad de la palabra libertad. En el colegio me costó muchísimo llegar a aceptar la superfrase "La libertad de uno termina donde empieza la del otro". No me sirve de consuelo comprobar que, aún hoy, mucha gente no la ha comprendido. Creí haberla entendido, después de esforzarme mucho, pero realmente no la comprendí hasta sexto o séptimo de EGB. Fue con un trabajo, en clase de inglés, en la que leímos el Mercader de Venecia de Shakespeare. La trama del contrato firmado y la libra de carne me abrió los ojos con eso de no poder hacer nada que suponga un peligro o perjuicio para ti mismo o para los demás. Que algunos vacíos legales permitan que, a día de hoy, se pueda seguir vulnerando la libertad de las personas, demuestra la gran cantidad de trabajo que queda por hacer. Pero aunque se entienda la frase, aunque se comprenda, continúa siendo una de las palabras más complicadas. Sobre todo cuando es manipulada para el beneficio de unos pocos. Es paradójico que una de las mayores lecciones de ética y moral que he recibido fuera en clase de inglés, teniendo en cuenta lo poco hábil que soy al hablarlo y al entenderlo. Gracias a mi viejo profesor Juan Ignacio, al que llamábamos pitinglis. Nunca pensé que tanto tiempo después le acabaría dando las gracias por algo.

Me ha hecho recordar toda esta historia la noticia Cuatro y la explotación de los bosquimanos. Me hizo reflexionar sobre la tristeza que me hace sentir que aún haya gente que intente justificar las barbaridades diciendo "nadie les obliga, lo hacen voluntariamente". Esto me hizo twittear la frase que da título a esta entrada. En ese mismo momento recordé la anécdota.

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